¿Será que a esto se reduce la disidencia en México? ¿A estar forzosamente dentro de la lista de personas que, sin deberla ni temerla, termina siendo estigmatizada como conspiradora? Esa es la pregunta que hoy se hace más de un ciudadano de este país.
No hay más Lecumberri, pero hoy el tamaño de la prisión es la mismísima moral. La maquinaria del Estado Mexicano actúa bajo la mirada permisiva y complaciente de quien exhibe e intimida de manera frívola; de quien, saltándose a las instituciones, emite dictámenes amparándose en un sinfín de pretextos.
Si lo que sufren los periodistas lo padecen también algunos empresarios ¿Qué se puede esperar el ciudadano de a pie? ¿Qué se puede encontrar quien se dispone a crear un negocio y ofertar oportunidades de empleo?
Lo suyo, al parecer, no es buscar justicia; lo suyo es actuar desde la venganza; señalando sin preguntar, sin revisar, sin contrastar fuentes. A eso están acostumbrados.
Sin embargo, por más ridículo que suene el argumento oficial, replicado dentro y fuera de las redes, es fácil reconocer que la agresión y el acoso se han vuelto parte de su modus operandi.
La pregunta es ¿por qué reventar el diálogo?
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