Un Extraño
El político ve al periodista de la misma forma en que lo hace con un extraño. Un personaje que irrumpe en la sala vistiendo regularmente pantalón de mezclilla, camisa o playera según sea el caso, cargando dispositivos móviles, cámaras y micrófono; camina con su libreta, un bolígrafo y –en ocasiones– con un disco duro lleno de teoría. El periodista se convierte desde su aparición en esa persona capaz de influir sobre el futuro. Quizá su accionar no se ve a cuadro, incluso se piensa que “el tunde teclas” –nótense comillas– juzga sin hacer o sin saber, que no siente y no está expuesto a la rechifla del público o a los saludos afectuosos a su madre pero que al calor de una tacita de café toma un momento para esgrimir todo aquello que debió haberse hecho y no se hizo y todo aquello que se debería hacer para corregirlo.
Para el periodista, en cambio, el político es casi siempre un objeto de estudio. Los más avezados manifiestan habilidades puntuales, algunos otros a primera vista parecen un poco consentidos y caprichosos, están también quienes no están preparados para una crisis en materia de comunicación al estar obsesionados con la rutina. Es el símil de la perspectiva que guarda un periodista que cubre la fuente deportiva sobre un jugador de futbol, quien quizá tiene como mayor preocupación lo que pasa en su mundo rectangular y perfecto.
Ahí, en un área gris que los dos pueden llegar a compartir si se lo permiten, el periodista le observará con cierta condescendencia; sabedor de una verdad que el político, en el trajín de su rutina, ignora intencionalmente: que, como en el fútbol, en algún momento se acabarán los flashes, el graderío ya no hará eco de su nombre y que, en suma, la vida sigue. El análisis de una contienda electoral puede quedar inconcluso, de pronto saldrá más de un tema que quedará por explorar y éste siempre será discutible. No puede ser de otra manera, pues por incluso si el periodista tiene vista de águila no conocerá al cien por ciento el entramado político del que directa o indirectamente forma parte.
En el futbol profesional, el entrenador puede tomar la decisión de no coadyuvar en la tarea de complementar la opinión especializada. La entrada a los entrenamientos se cierra para no velar armas y el acceso al futbolista es cada vez menor. Todo se maneja de repente con total hermetismo. Lo mismo pasa en la relación entre el periodismo y la política.
Esto, que parece un sin sentido en un mundo híper conectado, no solo se debe a la paranoia de quienes –guardando distancias y proporciones– están por enfrentar su propio clásico o un intento por evitar filtraciones de información de utilidad para el rival, es (para quien no lo ha entendido) una forma de aislar a los “jugadores” con la finalidad de protegerles de la presión y el desgaste que conlleva atender a la prensa. Como en todo, se corren riesgos. Al limitar la información, los políticos se convierten involuntariamente en promotores de la especulación y el escarnio público. Sin pretenderlo generan mayor subjetividad; se profundiza el abismo abierto que separa al político y al periodista y trasciende al recelo entre aquel que realiza una tarea y aquel que la juzga.
La gran verdad que debemos afrontar es que, en un ejercicio de deslinde de responsabilidades, brilla por su ausencia la empatía. La política produce un producto que los representantes de los medios de información llevan a su audiencia, lo maximizan y de alguna manera retroalimenta a los propios protagonistas. Se trata de una simbiosis de la que se pueden desprender valores tóxicos gracias a un sector que no se dedica al estudio y la crítica sino al exabrupto fácil y sin fundamento, cargado (eso sí) de prejuicios. Eso sin contar a quienes, sin empacho y a la usanza de un emperador romano, suben o bajan el pulgar a un político ignorando la exigencia social de compromiso con la realidad.
En el terreno de juego, el periodista juega como portero aunque tenga las habilidades necesarias para figurar como delantero. Convive diariamente –y en algunos casos de forma injusta– con un sinfín de etiquetas sin importar cuan respetuosos o justos sean sus argumentos, sin tomar en cuenta su trayectoria o evaluar si quiera la pulcritud de su redacción. Al igual que el árbitro, el periodista siempre puede ser acusado de no ser objetivo, de responder a intereses editoriales e incluso de ser un mero fanático.
Como sucede en el estadio, la identidad se define por la emoción de portar ciertos colores y la búsqueda de objetividad no garantiza seguidores. Al público le desagrada la realidad y busca a quien mantenga intacta su burbuja, su fantasía y tanto dentro como fuera de la grada se considera un conspirador a quien, con datos en la mano, dice cosas que no se querían escuchar y sin embargo, pueden cambiar el rumbo del “partido”.
Escribir aquí, no con las habilidades de Guardiola, Mourinho o Ancelotti sino con las de un comunicólogo convertido en periodista a lo largo de once años me ha dejado una lección importante: Que ambos bandos estamos totalmente expuestos y que en el momento de hacer pública nuestra opinión no solo nuestras áreas de oportunidad pueden generar confusiones. Es igual de importante pulir constantemente el arte de leer; respetar, aceptar y entender el tono, el enfoque, el criterio y ¿por qué no? los deseos de quien escribe. Dicen los clásicos que nos queda la palabra y eso nos deja como tarea ceñirse a leer lo que hay y no rellenar con prejuicios los espacios en blanco de las páginas de otros.
Al final del día, por convivencia o conveniencia, no podrían existir unos sin los otros.
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(Imagen de Deva Darshan en Unsplash)
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